SECUENCIA PRIMERA.
Una melodía profunda y extraña
sonaba oscura como la noche. En su mente, Martin la había sentido otras veces
retumbar sobre timbales metálicos postrado en la cama o frente a la pantalla de
su ordenador. Un hastío de meses de enfermedad y convalecencia fue creciendo a
golpes de constancia hasta adueñarse del vacío de su cuarto entre sábanas
sudorosas y una atmósfera densa y viciada. La realidad se alejaba tras la
ventana y marcaba una distancia de inquietante espera salpicada de monólogos
cansados y un llanto de incesante agitación en soledad.
SECUENCIA SEGUNDA.
El timbre de la puerta quebró el silencio y la quietud de
la noche, precipitó el final de la melodía con la que Martin dormitaba
recostado sobre el teclado de su ordenador. Al despertarse, bajó las escaleras al compás de unas
notas cuyos ecos le acompañaron en su
interior, paso a paso, hasta perderse en
el umbral de la puerta. Era Berta. Llevaba la luna en los ojos como la noche de
su primer encuentro. Materializaba los deseos erigidos sobre las fotografías,
los reportajes y las webs que acostumbraba a transitar; las aunaba y las
trascendía a la vez hasta el punto de saber que la había estado esperando
incluso antes de que surgiera de sus fantasías
frágil y voluble a sus sentidos. Un día, al caer la tarde salió de casa
en busca de su imagen certera, loco de ansiedad, porque estaría allí, frente a
la barra, enfundada en cuero hasta los tobillos, con su pelo negro egipciaco,
misteriosa y sugerente como un desierto de lava, dispuesta a dar un último
trago a su copa para después, volverse a templar en sus ojos la mirada.
Finalmente, se acercaría para decirle
algo, aunque no lo entendiera, y juntos abandonarían el local en medio de una
mística de ritmos que no cesarían hasta llegar a su apartamento.
SECUENCIA TERCERA.
Entonces, como ahora, todo podría ser un sueño.
Ciertamente venía a cumplir su promesa, indolente y enigmática, otra vez
vestida de negro. Apenas podía percibir sus facciones ocultas tras la sombra
que proyectaba su cuerpo bajo el foco de la entrada, aunque sí su voz vibrante:
Eric esperaba. Ni siquiera en este instante podía sospechar el secreto que
guardaba ese halo de encantamiento que
la envolvía. Fascinado y sin poder reaccionar, Martin la siguió amarrado a su
cintura viajera, como sucediera aquella noche, hasta su apartamento, cuando
Berta diluía su figura en el cuarto azul señalando caminos hacia un destino
incierto. Sus manos sobre el manillar de la motocicleta proyectaban en la noche
el recuerdo de los signos dibujados alrededor de su cuerpo, renovaban las
formas que ensayara frente a él con la misma delicadeza con que la escuchaba,
fascinado y en silencio, ahora que ambos podrían ser esencialmente la misma
cosa.
SECUENCIA CUARTA
Berta dejó la motocicleta frente a los muros que
flanqueaban el portón de entrada a la casa de Eric. Caminó unos pasos y
permaneció durante unos segundos con la mirada perdida en la oscuridad de la
noche. Martin observó durante unos segundos su figura recortada como una sombra
sobre el horizonte, antes de pasar al recibidor de donde partían las escaleras
que conducían al piso superior. Las recorrió lentamente mientras una música de
réquiem inundaba las estancias y se apoderaba del tiempo. La puerta entreabierta
del estudio dejaba escapar una luz tenue y rojiza, aunque dentro ninguna bujía
la irradiaba. Al entrar, un impulso magnético lo empujó violentamente hasta el
fondo y lo presionó contra la pared. Desde allí contempló con estupor los
hologramas en los que Eric sonreía sarcástico. Instantes después, una impresión
fulminante transformó su semblante en un gesto de estupor: ¿Qué hacía su
fotografía allí? Cómo era posible que estuviera ante la imagen de Berta sobre
su escritorio. Martin les llamó desesperado, necesitaba una explicación que no
llegaba. Estaba solo ante el espanto. En el interior de la pared se arrastraba
sigilosamente un bulto que poco a poco fue cobrando forma; subía, bajaba,
oscilaba sin detenerse y sin definir claramente la dirección de sus movimientos
hasta emerger de su fondo unas manos, unos rostros que avanzaban a ambos lados
del estudio hacia donde él permanecía estático. Gemían, emitían gritos
pavorosos que erizaban su piel y aceleraban su corazón. Martin sentía el frío
del ladrillo y el cemento contra su espalda, su cráneo y sus extremidades, al
tiempo que una fuerza inexplicable ceñía su cuerpo y tiraba de él hacia atrás,
como si quisiera llevárselo. Su garganta se resecaba y su respiración jadeante
iba adquiriendo un tempo más lento y resignado mientras el réquiem desplegaba
su coral estremecedora. Lentamente, la visión fantasmagórica extendía sus
espasmos cada vez más cerca, prolongaba sus manos extremadamente delgadas como
una súplica quejumbrosa y fatal; luego, aquellos rostros, como blancas máscaras
de plástico, se afanaron por romper el velo de pintura que los cubría y pronunciaron
unos nombres en el momento en que cernían sus fisonomías sobre Martin.
En su cerebro, sonaba inocente y pueril una nana.
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