Me
contaba hace tiempo un tal Bonifacio que, por fin, tras largos años de luchas
familiares que lo enredaron entre pleitos y litigios legales, la justicia le
había proclamado como único y legítimo heredero de una vasta finca sita en la
costa mediterránea andaluza, entre la playa de El Altar de la Giba y las sierras de la Gran Patraña.
El
latifundio está formado por una amplia y recia casa solariega a la cual se
accede desde un camino que conduce a los campos sembrados de frutales cuyo
extremo más septentrional sirve de antesala a las dehesas de alcornoques y
encinas por los que corretean felices el cerdo ibérico y el gorrino jabalí.
Durante los
catorce años de disputas familiares, el terreno permaneció abandonado a su
suerte de modo que cuando Bonifacio regresó a su propiedad, vivió momentos
francamente traumáticos al comprobar el lamentable estado en que había quedado.
No obstante, se sobrepuso al primer impacto emocional convencido de que sus
tierras recobrarían la vitalidad primitiva que conocieran sus nobles
antepasados. Así que se tomó su tiempo y un buen día, a lomos de su caballo,
inspeccionó cada palmo de su hacienda para conocer de primera mano la situación
real de sus posesiones y trabajar en su mejora. Al llegar a la costa, recorrió
buena parte de los acantilados desde los cuales se oteaba la playa al final de
un escarpado sendero salpicado de escalones. De repente, cambió la intención
inicial que tenía de bajar hasta ella inducido por la visión en lontananza de
una persona que depositaba algo en una caseta de considerable tamaño. Movido
por la curiosidad de saber de quién se trataba y por la certeza de que fuera
quien fuese se encontraba ciertamente dentro de los límites de sus dominios, se
dirigió hasta aquel extremo con celeridad con la esperanza de despejar sus
dudas, ya que, hasta ese instante, desconocía que en su finca existiera dicha
caseta y mucho menos que alguien se encargara de su cuidado.
Pero
al llegar, el hombre había desaparecido; tan sólo pudo constatar la presencia
de un enorme bulldog que exhibía sus fauces amenazadoras a la entrada de
la caseta.
Días más
tarde, localizó a su dueño y le exigió una explicación. Pensó que retiraría al
animal de manera consecuente, luego de hacerle comprender que aquel asentamiento
era como mínimo irregular pues se había alzado en los límites de una propiedad
conocida y reconocida por todos. Nada más lejos de la realidad. El perro
permanecería en su actual ubicación, según se dejaba entrever de las maneras y
sutiles amenazas con que fue contestado.
El
problema no resultaba fácilmente digerible. Todavía no había comenzado a
resolver las deficiencias que manifestaba el conjunto de su finca cuando debía
afrontar un asunto insospechado y enojoso. Al menos una cosa tenía clara: había
que echar al perro y con él a su dueño.
Los días que
siguieron al primer encuentro diplomático, Bonifacio meditó sobre la situación
que se había generado en aquel rincón de sus tierras, entre el Peñón de la Giba y la playa de El Altar.
Por fin, una noche, agotados los recursos legales que fallaban a su favor, y
carente de una autoridad que restaurara su propiedad, se decidió a atacar;
trató de ahuyentar al perro arrojándole petardos, proyectiles y objetos
incandescentes, pero el chucho no sólo no se marchaba, sino que se los tragaba
sin provocarse el menor daño y los devolvía con agilidad al mismo punto en
donde él se encontraba.
Fue entonces
cuando recurrió a la junta vecinal en busca de ayuda sin éxito. Unos agachaban
la cabeza, otros eludían la mirada y todos asentían ante los hechos; pero
finalmente nadie quiso enfrentarse con aquel malvado filibustero que, instalado
desde hacía unos años en la sierra de la Gran Patraña,
descendía de cuando en cuando para hacer de las suyas a lo largo de la costa.
Así pues,
armado con la comprensión de sus vecinos y en espera de mejores planes de
acción contra el ocupante, durante meses, la estrategia adoptada por Bonifacio
continuó siendo la misma con idéntico resultado; tan sólo en alguna ocasión
introdujo el recurso de la jauría con la idea de que el número podría con la
soledad del can. Debió de ser frustrante contemplar a esos famélicos mastines
regresando al hogar con las orejas gachas en medio de un concierto de jeremíacos gemiditos lastimeros.
El
fracaso de los ataques le impulsó a replantear la situación, pero lo que sin
duda le hizo modificar sus planes fue encontrar vallado el terreno mientras
realizaba una de sus rutinarias inspecciones al enemigo; eso, y que el bulldog
fuese en realidad una bulldog que amamantaba una camada entre la que
repartía intermitentes y esponjosos lametones. Aquella estampa le conmovió
hasta el extremo de asomarle a los ojos unas lágrimas de ternura de las que se
repuso en seguida corroído por un acceso de cólera y un profundo malestar que
le soltó el vientre.
Su
paciencia alcanzó el límite de lo tolerable cuando, después de unas semanas
sumido en una depresión, comprobó que el sujeto de marras había ampliado “el
terrenito”, como él lo llamaba, unos metros más hacia el interior de la finca
en vista de que la colonia canina crecía. En ese nuevo espacio había instalado
unos toboganes por los que se deslizaban los cachorros hasta una piscinita en
la que chapoteaban alegremente dando expansión a sus inocentes juegos. Además
había inaugurado un lucrativo negocio de mascotas que en poco tiempo sirvió de
punta de lanza para la instalación de empresas del ramo cuyas actividades
rayaban en la ilegalidad.
Entonces
Bonifacio creyó que había llegado el momento de admitir el nuevo statu quo. Desestimaría
presentar cualquier tipo de protesta verbal, aunque respondería con una medida
drástica: tapiar el contorno de la valla con ladrillos. Enfurecido ante lo que
consideraba una provocación en toda regla, se puso manos a la obra sin apenas
descanso, soportando durante el tiempo
que duró el trabajo la mirada constante y curiosa de la perrita que exhibía
ostentosamente su perfecta dentición acerada, la continua mofa de su nutrida
camada, que realizaba todo tipo de cabriolas y muecas al tiempo que dejaban un
rastro de deposiciones especialmente dedicadas. Con todo, el problema seguía
sin resolverse.
Fue así,
con la relación de los hechos ocurridos en el Peñón de la Giba, como conocí a
Bonifacio. Se presentó en mi bufete buscando ayuda, pero no pude darle más de
lo que la propia ley y el estado le habían proporcionado: nada. Me limité a
despacharlo con una serie de valoraciones personales que trataban de mitigar su
furia y mostrar mi comprensión y apoyo moral. Después se marchó, aunque con
otro gesto, con otra expresión que podría calificar, al menos, de serena. Salió
por la puerta y no volví a verlo, si bien, según me contaron quienes tuvieron
noticias suyas, después de insistentes y continuadas peticiones que por fin
dieron su fruto, mantuvo con Jacobo, que así se llamaba el ocupante, una serie
de contactos que desembocaron en negociaciones formales, tras las cuales tomó
la determinación de derribar la tapia que él mismo había levantado a cambio de
que su adversario cambiara las vallas que delimitaban su terrenito por unos
discretos mojones. Cuentan que Bonifacio acabó colaborando en el cuidado de los
perros y que no era raro verlo pasear por su hacienda acompañado de bulldogs
esplendorosos que saltaban y correteaban en derredor. Y cuentan que ambos
forjaron una amistad sosegada no exenta de recelos y desconfianzas en torno a El
Altar de la Giba.
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