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martes, 15 de mayo de 2012

El increíble caso Bonifacio

Me contaba hace tiempo un tal Bonifacio que, por fin, tras largos años de luchas familiares que lo enredaron entre pleitos y litigios legales, la justicia le había proclamado como único y legítimo heredero de una vasta finca sita en la costa mediterránea andaluza, entre la playa de El Altar de la Giba y las sierras de la Gran Patraña.
        El latifundio está formado por una amplia y recia casa solariega a la cual se accede desde un camino que conduce a los campos sembrados de frutales cuyo extremo más septentrional sirve de antesala a las dehesas de alcornoques y encinas por los que corretean felices el cerdo ibérico y el gorrino jabalí.
        Durante los catorce años de disputas familiares, el terreno permaneció abandonado a su suerte de modo que cuando Bonifacio regresó a su propiedad, vivió momentos francamente traumáticos al comprobar el lamentable estado en que había quedado. No obstante, se sobrepuso al primer impacto emocional convencido de que sus tierras recobrarían la vitalidad primitiva que conocieran sus nobles antepasados. Así que se tomó su tiempo y un buen día, a lomos de su caballo, inspeccionó cada palmo de su hacienda para conocer de primera mano la situación real de sus posesiones y trabajar en su mejora. Al llegar a la costa, recorrió buena parte de los acantilados desde los cuales se oteaba la playa al final de un escarpado sendero salpicado de escalones. De repente, cambió la intención inicial que tenía de bajar hasta ella inducido por la visión en lontananza de una persona que depositaba algo en una caseta de considerable tamaño. Movido por la curiosidad de saber de quién se trataba y por la certeza de que fuera quien fuese se encontraba ciertamente dentro de los límites de sus dominios, se dirigió hasta aquel extremo con celeridad con la esperanza de despejar sus dudas, ya que, hasta ese instante, desconocía que en su finca existiera dicha caseta y mucho menos que alguien se encargara de su cuidado.
        Pero al llegar, el hombre había desaparecido; tan sólo pudo constatar la presencia de un enorme bulldog que exhibía sus fauces amenazadoras a la entrada de la caseta.
        Días más tarde, localizó a su dueño y le exigió una explicación. Pensó que retiraría al animal de manera consecuente, luego de hacerle comprender que aquel asentamiento era como mínimo irregular pues se había alzado en los límites de una propiedad conocida y reconocida por todos. Nada más lejos de la realidad. El perro permanecería en su actual ubicación, según se dejaba entrever de las maneras y sutiles amenazas con que fue contestado.
        El problema no resultaba fácilmente digerible. Todavía no había comenzado a resolver las deficiencias que manifestaba el conjunto de su finca cuando debía afrontar un asunto insospechado y enojoso. Al menos una cosa tenía clara: había que echar al perro y con él a su dueño.
        Los días que siguieron al primer encuentro diplomático, Bonifacio meditó sobre la situación que se había generado en aquel rincón de sus tierras, entre el Peñón de la Giba y la playa de El Altar. Por fin, una noche, agotados los recursos legales que fallaban a su favor, y carente de una autoridad que restaurara su propiedad, se decidió a atacar; trató de ahuyentar al perro arrojándole petardos, proyectiles y objetos incandescentes, pero el chucho no sólo no se marchaba, sino que se los tragaba sin provocarse el menor daño y los devolvía con agilidad al mismo punto en donde él se encontraba.
        Fue entonces cuando recurrió a la junta vecinal en busca de ayuda sin éxito. Unos agachaban la cabeza, otros eludían la mirada y todos asentían ante los hechos; pero finalmente nadie quiso enfrentarse con aquel malvado filibustero que, instalado desde hacía unos años en la sierra de la Gran Patraña, descendía de cuando en cuando para hacer de las suyas a lo largo de la costa.
        Así pues, armado con la comprensión de sus vecinos y en espera de mejores planes de acción contra el ocupante, durante meses, la estrategia adoptada por Bonifacio continuó siendo la misma con idéntico resultado; tan sólo en alguna ocasión introdujo el recurso de la jauría con la idea de que el número podría con la soledad del can. Debió de ser frustrante contemplar a esos famélicos mastines regresando al hogar con las orejas gachas en medio de un concierto de  jeremíacos gemiditos lastimeros.
        El fracaso de los ataques le impulsó a replantear la situación, pero lo que sin duda le hizo modificar sus planes fue encontrar vallado el terreno mientras realizaba una de sus rutinarias inspecciones al enemigo; eso, y que el bulldog fuese en realidad una bulldog que amamantaba una camada entre la que repartía intermitentes y esponjosos lametones. Aquella estampa le conmovió hasta el extremo de asomarle a los ojos unas lágrimas de ternura de las que se repuso en seguida corroído por un acceso de cólera y un profundo malestar que le soltó el vientre.
Su paciencia alcanzó el límite de lo tolerable cuando, después de unas semanas sumido en una depresión, comprobó que el sujeto de marras había ampliado “el terrenito”, como él lo llamaba, unos metros más hacia el interior de la finca en vista de que la colonia canina crecía. En ese nuevo espacio había instalado unos toboganes por los que se deslizaban los cachorros hasta una piscinita en la que chapoteaban alegremente dando expansión a sus inocentes juegos. Además había inaugurado un lucrativo negocio de mascotas que en poco tiempo sirvió de punta de lanza para la instalación de empresas del ramo cuyas actividades rayaban en la ilegalidad.
Entonces Bonifacio creyó que había llegado el momento de admitir el nuevo statu quo. Desestimaría presentar cualquier tipo de protesta verbal, aunque respondería con una medida drástica: tapiar el contorno de la valla con ladrillos. Enfurecido ante lo que consideraba una provocación en toda regla, se puso manos a la obra sin apenas descanso,  soportando durante el tiempo que duró el trabajo la mirada constante y curiosa de la perrita que exhibía ostentosamente su perfecta dentición acerada, la continua mofa de su nutrida camada, que realizaba todo tipo de cabriolas y muecas al tiempo que dejaban un rastro de deposiciones especialmente dedicadas. Con todo, el problema seguía sin resolverse.
Fue así, con la relación de los hechos ocurridos en el Peñón de la Giba, como conocí a Bonifacio. Se presentó en mi bufete buscando ayuda, pero no pude darle más de lo que la propia ley y el estado le habían proporcionado: nada. Me limité a despacharlo con una serie de valoraciones personales que trataban de mitigar su furia y mostrar mi comprensión y apoyo moral. Después se marchó, aunque con otro gesto, con otra expresión que podría calificar, al menos, de serena. Salió por la puerta y no volví a verlo, si bien, según me contaron quienes tuvieron noticias suyas, después de insistentes y continuadas peticiones que por fin dieron su fruto, mantuvo con Jacobo, que así se llamaba el ocupante, una serie de contactos que desembocaron en negociaciones formales, tras las cuales tomó la determinación de derribar la tapia que él mismo había levantado a cambio de que su adversario cambiara las vallas que delimitaban su terrenito por unos discretos mojones. Cuentan que Bonifacio acabó colaborando en el cuidado de los perros y que no era raro verlo pasear por su hacienda acompañado de bulldogs esplendorosos que saltaban y correteaban en derredor. Y cuentan que ambos forjaron una amistad sosegada no exenta de recelos y desconfianzas en torno a El Altar de la Giba.

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