De qué sirve, decidme,
la nostalgia, añorar la incertidumbre
de los sueños, volcar
en la ilusión entera
el alma. De qué sirve el desengaño.
De qué sirven las páginas
proscritas sobre un lecho sin simiente,
las promesas, de qué
sirven; y esta inquietud,
y esta vacuidad, y tanta esperanza.
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martes, 22 de mayo de 2012
martes, 15 de mayo de 2012
El increíble caso Bonifacio
Me
contaba hace tiempo un tal Bonifacio que, por fin, tras largos años de luchas
familiares que lo enredaron entre pleitos y litigios legales, la justicia le
había proclamado como único y legítimo heredero de una vasta finca sita en la
costa mediterránea andaluza, entre la playa de El Altar de la Giba y las sierras de la Gran Patraña.
El
latifundio está formado por una amplia y recia casa solariega a la cual se
accede desde un camino que conduce a los campos sembrados de frutales cuyo
extremo más septentrional sirve de antesala a las dehesas de alcornoques y
encinas por los que corretean felices el cerdo ibérico y el gorrino jabalí.
Durante los
catorce años de disputas familiares, el terreno permaneció abandonado a su
suerte de modo que cuando Bonifacio regresó a su propiedad, vivió momentos
francamente traumáticos al comprobar el lamentable estado en que había quedado.
No obstante, se sobrepuso al primer impacto emocional convencido de que sus
tierras recobrarían la vitalidad primitiva que conocieran sus nobles
antepasados. Así que se tomó su tiempo y un buen día, a lomos de su caballo,
inspeccionó cada palmo de su hacienda para conocer de primera mano la situación
real de sus posesiones y trabajar en su mejora. Al llegar a la costa, recorrió
buena parte de los acantilados desde los cuales se oteaba la playa al final de
un escarpado sendero salpicado de escalones. De repente, cambió la intención
inicial que tenía de bajar hasta ella inducido por la visión en lontananza de
una persona que depositaba algo en una caseta de considerable tamaño. Movido
por la curiosidad de saber de quién se trataba y por la certeza de que fuera
quien fuese se encontraba ciertamente dentro de los límites de sus dominios, se
dirigió hasta aquel extremo con celeridad con la esperanza de despejar sus
dudas, ya que, hasta ese instante, desconocía que en su finca existiera dicha
caseta y mucho menos que alguien se encargara de su cuidado.
Pero
al llegar, el hombre había desaparecido; tan sólo pudo constatar la presencia
de un enorme bulldog que exhibía sus fauces amenazadoras a la entrada de
la caseta.
Días más
tarde, localizó a su dueño y le exigió una explicación. Pensó que retiraría al
animal de manera consecuente, luego de hacerle comprender que aquel asentamiento
era como mínimo irregular pues se había alzado en los límites de una propiedad
conocida y reconocida por todos. Nada más lejos de la realidad. El perro
permanecería en su actual ubicación, según se dejaba entrever de las maneras y
sutiles amenazas con que fue contestado.
El
problema no resultaba fácilmente digerible. Todavía no había comenzado a
resolver las deficiencias que manifestaba el conjunto de su finca cuando debía
afrontar un asunto insospechado y enojoso. Al menos una cosa tenía clara: había
que echar al perro y con él a su dueño.
Los días que
siguieron al primer encuentro diplomático, Bonifacio meditó sobre la situación
que se había generado en aquel rincón de sus tierras, entre el Peñón de la Giba y la playa de El Altar.
Por fin, una noche, agotados los recursos legales que fallaban a su favor, y
carente de una autoridad que restaurara su propiedad, se decidió a atacar;
trató de ahuyentar al perro arrojándole petardos, proyectiles y objetos
incandescentes, pero el chucho no sólo no se marchaba, sino que se los tragaba
sin provocarse el menor daño y los devolvía con agilidad al mismo punto en
donde él se encontraba.
Fue entonces
cuando recurrió a la junta vecinal en busca de ayuda sin éxito. Unos agachaban
la cabeza, otros eludían la mirada y todos asentían ante los hechos; pero
finalmente nadie quiso enfrentarse con aquel malvado filibustero que, instalado
desde hacía unos años en la sierra de la Gran Patraña,
descendía de cuando en cuando para hacer de las suyas a lo largo de la costa.
Así pues,
armado con la comprensión de sus vecinos y en espera de mejores planes de
acción contra el ocupante, durante meses, la estrategia adoptada por Bonifacio
continuó siendo la misma con idéntico resultado; tan sólo en alguna ocasión
introdujo el recurso de la jauría con la idea de que el número podría con la
soledad del can. Debió de ser frustrante contemplar a esos famélicos mastines
regresando al hogar con las orejas gachas en medio de un concierto de jeremíacos gemiditos lastimeros.
El
fracaso de los ataques le impulsó a replantear la situación, pero lo que sin
duda le hizo modificar sus planes fue encontrar vallado el terreno mientras
realizaba una de sus rutinarias inspecciones al enemigo; eso, y que el bulldog
fuese en realidad una bulldog que amamantaba una camada entre la que
repartía intermitentes y esponjosos lametones. Aquella estampa le conmovió
hasta el extremo de asomarle a los ojos unas lágrimas de ternura de las que se
repuso en seguida corroído por un acceso de cólera y un profundo malestar que
le soltó el vientre.
Su
paciencia alcanzó el límite de lo tolerable cuando, después de unas semanas
sumido en una depresión, comprobó que el sujeto de marras había ampliado “el
terrenito”, como él lo llamaba, unos metros más hacia el interior de la finca
en vista de que la colonia canina crecía. En ese nuevo espacio había instalado
unos toboganes por los que se deslizaban los cachorros hasta una piscinita en
la que chapoteaban alegremente dando expansión a sus inocentes juegos. Además
había inaugurado un lucrativo negocio de mascotas que en poco tiempo sirvió de
punta de lanza para la instalación de empresas del ramo cuyas actividades
rayaban en la ilegalidad.
Entonces
Bonifacio creyó que había llegado el momento de admitir el nuevo statu quo. Desestimaría
presentar cualquier tipo de protesta verbal, aunque respondería con una medida
drástica: tapiar el contorno de la valla con ladrillos. Enfurecido ante lo que
consideraba una provocación en toda regla, se puso manos a la obra sin apenas
descanso, soportando durante el tiempo
que duró el trabajo la mirada constante y curiosa de la perrita que exhibía
ostentosamente su perfecta dentición acerada, la continua mofa de su nutrida
camada, que realizaba todo tipo de cabriolas y muecas al tiempo que dejaban un
rastro de deposiciones especialmente dedicadas. Con todo, el problema seguía
sin resolverse.
Fue así,
con la relación de los hechos ocurridos en el Peñón de la Giba, como conocí a
Bonifacio. Se presentó en mi bufete buscando ayuda, pero no pude darle más de
lo que la propia ley y el estado le habían proporcionado: nada. Me limité a
despacharlo con una serie de valoraciones personales que trataban de mitigar su
furia y mostrar mi comprensión y apoyo moral. Después se marchó, aunque con
otro gesto, con otra expresión que podría calificar, al menos, de serena. Salió
por la puerta y no volví a verlo, si bien, según me contaron quienes tuvieron
noticias suyas, después de insistentes y continuadas peticiones que por fin
dieron su fruto, mantuvo con Jacobo, que así se llamaba el ocupante, una serie
de contactos que desembocaron en negociaciones formales, tras las cuales tomó
la determinación de derribar la tapia que él mismo había levantado a cambio de
que su adversario cambiara las vallas que delimitaban su terrenito por unos
discretos mojones. Cuentan que Bonifacio acabó colaborando en el cuidado de los
perros y que no era raro verlo pasear por su hacienda acompañado de bulldogs
esplendorosos que saltaban y correteaban en derredor. Y cuentan que ambos
forjaron una amistad sosegada no exenta de recelos y desconfianzas en torno a El
Altar de la Giba.
Ausencia (y olvido)
Déjame
decirte, amor, una vez más,
ahora
que el tiempo y la distancia
se
erigen como única certidumbre
sobre
la angustia,
ahora
que se tambalean los cimientos
de
la costumbre,
cuando
todo parece ajeno
y
mi voz está perdida,
déjame
decirte que te amo.
Déjame
contarte que el tiempo y la distancia
contienen
el solar de este crepúsculo,
que
las horas se alimentan con esquelas
de
esperanza y amanece indiferente el nuevo día
tras
un día y otro día
fragmentado
en el recuerdo,
déjame
decirte, susurrarte, callarte
que
soy sueño en el olvido,
sin
tiempo ni distancia.
jueves, 10 de mayo de 2012
Canción de despedida.
SECUENCIA PRIMERA.
Una melodía profunda y extraña
sonaba oscura como la noche. En su mente, Martin la había sentido otras veces
retumbar sobre timbales metálicos postrado en la cama o frente a la pantalla de
su ordenador. Un hastío de meses de enfermedad y convalecencia fue creciendo a
golpes de constancia hasta adueñarse del vacío de su cuarto entre sábanas
sudorosas y una atmósfera densa y viciada. La realidad se alejaba tras la
ventana y marcaba una distancia de inquietante espera salpicada de monólogos
cansados y un llanto de incesante agitación en soledad.
SECUENCIA SEGUNDA.
El timbre de la puerta quebró el silencio y la quietud de
la noche, precipitó el final de la melodía con la que Martin dormitaba
recostado sobre el teclado de su ordenador. Al despertarse, bajó las escaleras al compás de unas
notas cuyos ecos le acompañaron en su
interior, paso a paso, hasta perderse en
el umbral de la puerta. Era Berta. Llevaba la luna en los ojos como la noche de
su primer encuentro. Materializaba los deseos erigidos sobre las fotografías,
los reportajes y las webs que acostumbraba a transitar; las aunaba y las
trascendía a la vez hasta el punto de saber que la había estado esperando
incluso antes de que surgiera de sus fantasías
frágil y voluble a sus sentidos. Un día, al caer la tarde salió de casa
en busca de su imagen certera, loco de ansiedad, porque estaría allí, frente a
la barra, enfundada en cuero hasta los tobillos, con su pelo negro egipciaco,
misteriosa y sugerente como un desierto de lava, dispuesta a dar un último
trago a su copa para después, volverse a templar en sus ojos la mirada.
Finalmente, se acercaría para decirle
algo, aunque no lo entendiera, y juntos abandonarían el local en medio de una
mística de ritmos que no cesarían hasta llegar a su apartamento.
SECUENCIA TERCERA.
Entonces, como ahora, todo podría ser un sueño.
Ciertamente venía a cumplir su promesa, indolente y enigmática, otra vez
vestida de negro. Apenas podía percibir sus facciones ocultas tras la sombra
que proyectaba su cuerpo bajo el foco de la entrada, aunque sí su voz vibrante:
Eric esperaba. Ni siquiera en este instante podía sospechar el secreto que
guardaba ese halo de encantamiento que
la envolvía. Fascinado y sin poder reaccionar, Martin la siguió amarrado a su
cintura viajera, como sucediera aquella noche, hasta su apartamento, cuando
Berta diluía su figura en el cuarto azul señalando caminos hacia un destino
incierto. Sus manos sobre el manillar de la motocicleta proyectaban en la noche
el recuerdo de los signos dibujados alrededor de su cuerpo, renovaban las
formas que ensayara frente a él con la misma delicadeza con que la escuchaba,
fascinado y en silencio, ahora que ambos podrían ser esencialmente la misma
cosa.
SECUENCIA CUARTA
Berta dejó la motocicleta frente a los muros que
flanqueaban el portón de entrada a la casa de Eric. Caminó unos pasos y
permaneció durante unos segundos con la mirada perdida en la oscuridad de la
noche. Martin observó durante unos segundos su figura recortada como una sombra
sobre el horizonte, antes de pasar al recibidor de donde partían las escaleras
que conducían al piso superior. Las recorrió lentamente mientras una música de
réquiem inundaba las estancias y se apoderaba del tiempo. La puerta entreabierta
del estudio dejaba escapar una luz tenue y rojiza, aunque dentro ninguna bujía
la irradiaba. Al entrar, un impulso magnético lo empujó violentamente hasta el
fondo y lo presionó contra la pared. Desde allí contempló con estupor los
hologramas en los que Eric sonreía sarcástico. Instantes después, una impresión
fulminante transformó su semblante en un gesto de estupor: ¿Qué hacía su
fotografía allí? Cómo era posible que estuviera ante la imagen de Berta sobre
su escritorio. Martin les llamó desesperado, necesitaba una explicación que no
llegaba. Estaba solo ante el espanto. En el interior de la pared se arrastraba
sigilosamente un bulto que poco a poco fue cobrando forma; subía, bajaba,
oscilaba sin detenerse y sin definir claramente la dirección de sus movimientos
hasta emerger de su fondo unas manos, unos rostros que avanzaban a ambos lados
del estudio hacia donde él permanecía estático. Gemían, emitían gritos
pavorosos que erizaban su piel y aceleraban su corazón. Martin sentía el frío
del ladrillo y el cemento contra su espalda, su cráneo y sus extremidades, al
tiempo que una fuerza inexplicable ceñía su cuerpo y tiraba de él hacia atrás,
como si quisiera llevárselo. Su garganta se resecaba y su respiración jadeante
iba adquiriendo un tempo más lento y resignado mientras el réquiem desplegaba
su coral estremecedora. Lentamente, la visión fantasmagórica extendía sus
espasmos cada vez más cerca, prolongaba sus manos extremadamente delgadas como
una súplica quejumbrosa y fatal; luego, aquellos rostros, como blancas máscaras
de plástico, se afanaron por romper el velo de pintura que los cubría y pronunciaron
unos nombres en el momento en que cernían sus fisonomías sobre Martin.
En su cerebro, sonaba inocente y pueril una nana.
viernes, 4 de mayo de 2012
LA PEPA: EL SUEÑO CONSTITUCIONALISTA. VIII. LIBERACIÓN NACIONAL Y PARTIDOS POLÍTICOS.
LA GUERRA DE INDEPENDENCIA. LIBERACIÓN NACIONAL Y VACÍO DE PODER.
POSICIONES POLÍTICAS DE LA RESISTENCIA.
La guerra contra Francia nació como un movimiento en contra de las ideas revolucionarias y como un movimiento de liberación nacional que implicaba, a la vez, la reivindicación de Fernando VII como rey frente a José Bonaparte.
Entre las masas de sublevados, fundamentalmente campesinos, mendigos y población de las pequeñas ciudades, había dos corrientes de pensamiento que quizá dibujan lo que poco a poco irán conformando las dos Españas: por una parte, un grupo de conservadores y reaccionarios que se oponían a la renovación revolucionaria de las instituciones del estado; por otra parte, una minoría que consideró que había llegado el momento de superar las viejas estructuras, eliminarlas y configurar un nuevo concepto de Estado. De este grupo minoritario formarán parte los intelectuales de las grandes y más prósperas ciudades.
Esa distinta forma de planear la organización de España, quedó latente mientras el objetivo prioritario no fuese otro que expulsar al invasor.
A modo de resumen, desde el inicio de la sublevación pueden observarse los siguientes partidos:
POSICIONES POLÍTICAS DE LA RESISTENCIA.
La guerra contra Francia nació como un movimiento en contra de las ideas revolucionarias y como un movimiento de liberación nacional que implicaba, a la vez, la reivindicación de Fernando VII como rey frente a José Bonaparte.
Entre las masas de sublevados, fundamentalmente campesinos, mendigos y población de las pequeñas ciudades, había dos corrientes de pensamiento que quizá dibujan lo que poco a poco irán conformando las dos Españas: por una parte, un grupo de conservadores y reaccionarios que se oponían a la renovación revolucionaria de las instituciones del estado; por otra parte, una minoría que consideró que había llegado el momento de superar las viejas estructuras, eliminarlas y configurar un nuevo concepto de Estado. De este grupo minoritario formarán parte los intelectuales de las grandes y más prósperas ciudades.
Esa distinta forma de planear la organización de España, quedó latente mientras el objetivo prioritario no fuese otro que expulsar al invasor.
A modo de resumen, desde el inicio de la sublevación pueden observarse los siguientes partidos:
- Los afrancesados. Fieles a José Bonaparte, son partidarios de dar continuidad al despotismo ilustrado y de emprender las reformas necesarias. Doce mil familiares habrían de exiliarse tras la derrota imperial y volverán a España con los mismos ideales y con una gran capacidad de influir en la sociedad.
- Los absolutistas. Son partidarios de una monarquía al estilo del Antiguo Régimen en la que la nobleza y el clero juegan un papel fundamental. De hecho muchos clérigos se ponen a la cabeza de la resistencia arrastrando grandes masas populares en pos de la religión, el rey y la patria.
- Los reformistas. Ya hablamos en capítulos anteriores de cómo Floridablanca encarnaba el reformismo dentro de las bases que marcaba el despotismo ilustrado. Por contra, Jovellanos se encontraba más ligado al pueblo y esperaba que las reformas fuesen encaminadas más a la liberación de sus trabas sociales.
- Los liberales. Desean una transformación integral de España y abogan por la soberanía del pueblo encabezada por la burguesía. Propugnan una reforma de las instituciones políticas y civiles y ven en Napoleón a un enemigo de la libertad.
Anes G. El Antiguo Régimen. Los Borbones.
Artola M. La burguesía revolucionaria.
Aymés J.R. La Guerra de la Independencia en España.
Fontana J. La crisis del Antiguo Régimen. 1808-1833.
García Nieto C. Y otros. Revolución y Reacción V.I.
Lovett G.H. La Guerra de la Independencia y el nacimiento de la España contemporánea.
Marx y Engels. Revolución en España.
Pabón, Comellas, Sosa. Historia contemporánea General.
Sainz de Varanda R. Colección de leyes fundamentales.
Solé Tura y Aja E. Constituciones y periodos constituyentes en España. (1808-1936).
Tuñón de Lara M. La España del siglo XIX.
Vilar P. Historia de España.
Artola M. La burguesía revolucionaria.
Aymés J.R. La Guerra de la Independencia en España.
Fontana J. La crisis del Antiguo Régimen. 1808-1833.
García Nieto C. Y otros. Revolución y Reacción V.I.
Lovett G.H. La Guerra de la Independencia y el nacimiento de la España contemporánea.
Marx y Engels. Revolución en España.
Pabón, Comellas, Sosa. Historia contemporánea General.
Sainz de Varanda R. Colección de leyes fundamentales.
Solé Tura y Aja E. Constituciones y periodos constituyentes en España. (1808-1936).
Tuñón de Lara M. La España del siglo XIX.
Vilar P. Historia de España.
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