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lunes, 28 de marzo de 2016

Para prescindir de ti.


Para prescindir de ti
(perdona que lo exprese de este modo)
sería preciso retorcerle el sentido al pensamiento,
pensar, por ejemplo, que en tu ausencia
no se anula el tiempo,
que sigue siendo útil
para ocuparlo con proyectos. Y, si bien,
requeriría un aprendizaje
de días o semanas
en los que, centrado en mis quehaceres,
no sucumbiera a la añoranza
que entretiene mi mente
y paraliza mi cuerpo,
ya no penaría en la zozobra del recuerdo
al sentirme privado de ti,
ni me abordaría la inquietud
de saberte o dudarte
prendida en otros ojos.

Todo sería distinto

si aprendiera a prescindir de ti
porque aquella que recorre
los pasillos de mi casa,
quien entra en el salón
y se despoja del abrigo
sin colgarlo en la percha
(allí sobre la silla está bien,
todo junto, con el bolso, el gorro y la bufanda)
la que llega y directamente se sienta,
y pide agua, con el móvil
en la mano, las piernas cruzadas y la mirada
perdida en la pantalla,
esa no eres tú,
sino la idea de ti
que vaga alrededor en tu ausencia,
aquella que en el baño
perfila las pestañas y se peina,
o se ducha sin jamás cerrar la puerta.
No, no eres tú, sino la imagen de ti
sobre el sofá cuando te abrazas con la manta,
de ti, perdurable y constante
cuando te tumbas en la cama,
bocabajo, como siempre,
en silencio y me esperas.