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sábado, 26 de abril de 2014

Ardena en la Plaza de la Ciudad Vieja de Praga. III.

                                                                      III

La multitud se agolpa,
se congrega despacio
en medio de la plaza,
la convoca el desmayo de la tarde,
el toque de campana con sordina,
mientras tú compartías
la hora forastera
que musita tu nombre.

Eras niña y mujer
sentada a aquella mesa:
la casaca entallada
ceñía tu cintura
y cubría tus piernas la basquiña
tejida  por mis manos.

                (Asomaba el empeine
                  de tus pies nacarados
                  bajo el ribete rojo
                  de mis labios, tan firme
                  y delicado como una promesa
                  derramada en tu pecho).

Descansaba la tarde.
A través de tus ojos
fluían los espíritus que inflaman
el aire, se enlazaban
en tu boca minutos
inútiles de espera
como un relato vago,
solazado en penumbra.

Un desfile de autómatas,
apóstoles del tiempo,
rendía pleitesía ante tu imagen:
del occasus al ortus,
entre la aurora añil
y el crepúsculo ingrato,
entre el canto del gallo
y el lejano poniente,
coronaban tu efigie
virginal y risueña,
ofrecían su anillo
zodiacal como un halo
de lesa santidad.

Callabas entre círculos dorados,
meliflua y profunda.
Por mis manos corría
la sangre de tus venas
brotando de un latido
equívoco y errante,
cada vez más templado, cada vez
más distante, más frío,
    -no ensartaste el anillo,
    lo dejaste olvidado en tu regazo-.

Entonces, prendida en mi vanidad,
te volviste incorpórea
como el humo infecto de mis palabras,
como el vacuo y postrer
lamento que enjugaban
los almendros desnudos

Luego, te fuiste caminando
de la plaza que nunca
albergará la mística que encierran
tus cuidados. Dejaste mi ambición
ahogada en los posos del café
que no apuraste mientras
la muerte se anunciaba
entre la expectación
del gentío, segundo
a segundo, con tétrica sonrisa.

Nunca habrá más rutina
que el áspero recuerdo. 

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